El Pacto*
© 2016 Punto de Partida para Analecta Literaria
Antes del sábado en que pasó lo del cine, yo a Darío lo llamaba Tuerto como todos los demás. Esmirriado, patadura y, encima con ese problema en el ojo. Era al que le podíamos tirar un caño cuando jugábamos al loco y al que le hacíamos pie cuando se nos iba la pelota a la terraza del fondo (aunque después nadie lo ayudaba a bajar.)
El sábado que digo ya estábamos aburridos de jugar a la tapadita en el patio del fondo del club cuando Molina llegó con la noticia.
—En el cine de la vuelta de casa dan El Corsario Negro. Me dijeron que hay partes que te tenés que tapar los ojos. ¿Vamos?
Juntamos las figuritas, le pedimos plata a nuestros viejos y nos fuimos.
Cuando llegamos la sala estaba casi completa, nos tuvimos que ubicar bien adelante. El Tuerto se sentó al lado mío. Justo cuando se apagó la luz escuchamos gritos. Un grupo de pibes que entraron corriendo. Eran más grandes que nosotros. Se sentaron dos filas más adelante y ahí nomás empezaron a pegarse entre ellos y a tirarse cosas.
—¿Por qué no se callarán estos hincha bolas? —dijo Molina.
Vino el acomodador, se paró en mitad de la sala, iluminaba para todos lados con la linterna.
—Basta, acá se hace silencio o los echo a patadas —dijo.
Nos alegramos porque los pibes se callaron de inmediato, pero cuando el acomodador apagó la linterna y se fue empezaron a tirar cosas para atrás. A mi me cayó una bola de miga gigante. Al rato, cuando la película ya había empezado, uno de ellos se levantó y tiró algo contra la pantalla. Hizo un ruido seco. Una piedra, pensé.
Se prendieron las luces. Vimos la pantalla manchada de amarillo justo en la cabeza del Corsario que estaba subiendo un mástil. Todos nos reíamos sin poder parar. No había sido una piedra; fue un huevo.
Esta vez el acomodador apareció con el boletero.