Gloria A Dios
© 2014 Punto de Partida para Analecta Literaria
Me llamo Gloria. Sí. Como la Gaynor. Y canto tan bien como ella. Hace un año me ofrecieron la oportunidad de mi vida. Pasar de cantar de la fonda de “Billy, el cerdo” en el caserío de Benson, condado Hamilton, con sus 192 habitantes, a la Gran Manzana.
Todo comenzó una noche de abril. Lo recuerdo perfectamente porque hacía dos semanas que llovía sin parar. Yo había dejado mi paraguas el día anterior en la fonda, y tenía una pereza terrible de coger camino a las ocho de la noche para ir a trabajar. Era martes. Faltaban tres días para la quincena. Lo único que me esperaba esa noche en la fonda, eran los dos borrachos del pueblo, y alguno de los cargantes amigos de Billy, de esos que siempre se querían sobrepasar. Hay hombres que no pueden ver una negra gorda y hermosa como yo, sin querer ponerle las manos encima. “Gajes del oficio”, decía Mary Jane. Pero no esa noche, no con esa lluvia y sin paraguas.
A las 8:30 decidí ir. Entre ese empleo de mierda y nada, la respuesta era obvia. Si me quedaba sin trabajo no tenía otra opción que volver a la casa de mi madre, y eso, ni muerta. Volver a aguantarme los guisos trasnochados, los gritos y al cabrón de mi padrastro era demasiado. Mucho mejor Billy, sus manos de cerdo, y sus borrachos.
Era martes y el domingo había lavado, por lo tanto todo estaba mojado. Con la llovedera no había esperanzas de terminar de secar la ropa con la plancha, así que decidí ponerme lo único que tenía limpio. El vestido de grado de la Prepa. Imaginaba la cara de Billy cuando yo llegara, se le iba a caer hasta el cigarro de la impresión. Nunca en su vida habría visto una chica más elegante. Eso lo podía jurar.
Porque mi vestido de grado era una belleza. Bordado con lentejuelas , largo hasta los tobillos y los zapatos muy altos, plateados y con plataformas. No podía dejar de sentirme como una cantante famosa cada vez que tenía ocasión de ponérmelo. Había ahorrado cinco años para comprarlo. Cinco años de humillaciones en la casa de los Anston limpiándoles el piso y fregando su ropa los sábados, mientras todos estaban en el río o simplemente haraganeaban por el pueblo.
Esa noche, “mi noche”, me puse mi vestido con los tenis viejos de mi madre. No iba a estropear los zapatos nuevos en el fango de la calle. Esos los llevaba apretados contra el corazón y envueltos entre un plástico, debajo del impermeable raído.
— ¿Cómo supiste, Gloria?
— ¿Cómo supe qué, Billy?
— Lo de la audición
— ¿Cuál audición?
— Esos caballeros vienen de Nueva York solo a mirarte, nena.
— No me jodas, Billy. Búrlate del coño de tu madre.
— Menos mal viniste vestida decentemente. ¿De dónde sacaste ese vestido?
— No tenía más para ponerme.
En ese momento Johnny me hizo señas de comenzar el acto. Así que salí corriendo, me cambié los zapatos, guardé el bolso con el impermeable y salí a cantar.
Recuerdo que cuando terminé mis cinco canciones, Billy me hizo señas para acercarme a la mesa de los forasteros. Allí me ofrecieron un contrato a seis meses en una iglesia evangélica en Harlem, para ser la voz principal del coro de música Gospel.
Yo nunca he sido muy creyente, pero si me van a pagar bien por parecerlo y volverme un poco loca con las alabanzas, eso es otra cosa. Lo que sea, con tal de no volver a ese pueblo infeliz y a la fonda de Billy.
Al principio no tuve ningún problema. El pago era muy bueno. Alquilé el pequeño piso de una habitación ahí mismo en Harlem, a media cuadra del paradero de la línea uno y a pocos pasos del lugar de los ensayos. Compré ropa elegante, vestidos de chaqueta ajustada y falda blanca, sombreros con flores y bolsos de piel. Todo iba perfecto hasta que ocurrió “el milagro”.
Mi vida sexual había sido casi nula. Un novio en la prepa que solo servía para chuparme las tetas antes de llegar a la casa. Pero de ahí no pasaba. En esa época yo pensaba que era que me “respetaba” mucho… pero ¡qué coño¡ ahora sé que había algo raro con él. Un hombre de verdad no se va a quedar solo con eso. Por lo menos me hubiera echado mano o se hubiera echado mano él, o algo. Pero nada. Me chupaba las tetas y después se iba, dejándome tan caliente que tenía que llegar a mi casa a tocarme para poder dormir. Después me dejó por otra. Supongo que tenía tetas más grandes que las mías. No sé. Después, cuando trabajaba donde los Anston, el señor se me apretaba contra las nalgas cada vez que me encontraba en la cocina. Se apretaba y yo sentía su “cosita” ahí. ¡Esos blancos sí que son poca cosa madre mía¡. Y después, en la fonda de Billy, en la fiesta de fin de año, uno de los amigotes de él, Robert me había llevado al vestier. Robert era bonito, y tenía un bigote que hacía unas cosquillas muy agradables en el chocho, pero no fuimos capaces de hacer nada en esa incomodidad. Solamente me lo chupó y yo se la chupe. Nada más. Y nuevamente a mi casa a tocarme para poder dormir. Eso era todo. Vergonzosamente virgen. Nada que hacer. Hasta que llegué a la congregación.
Comenzó a ocurrir en el cuarto mes de ensayos. A medida que subía el éxtasis místico producido por la música y por toda esa gente que alababa, se arrodillaba y chillaba, yo comencé a sentir dentro de mí al señor. ¡Al Señor! A mi señor Jesucristo en persona. O por lo menos en carne. No sé cómo explicarlo. Yo cantaba, todos cantaban, el coro cantaba, la gente aplaudía, todos aplaudían, la gente bailaba, y yo sentía cómo iba siendo penetrada, de una forma cuidadosa pero potente, debajo de mis vestiduras. La primera vez sangré.
Al principio era solo esa maravillosa sensación, pero con el transcurrir del tiempo, la cosa se fue materializando, yo sentía la penetración y a los pocos minutos tenía que terminar el canto entre gemidos y movimientos convulsos. La última vez fue tan fuerte que caí frente a todos sin poder reprimir ni uno solo de los gritos que me brotaban desde lo más profundo.
Hoy me citaron. El pastor me dijo que tenía que suprimir los éxtasis místicos. Una congregación respetable no se podía dar el lujo de una “escena lujuriosa” en la mitad del servicio. Todos eran gente muy decente.
— No entiendo qué es lo que está mal, Pastor. ¿No se supone que debemos dejar que el Señor nos posea? ¿Entregarnos a él en cuerpo y alma? Yo pensé que ustedes se iban a sentir muy orgullosos de mi relación tan íntima con el Señor. Y además les tengo otra sorpresa, voy a tener un hijo de Él.
— ¿De quién Gloria?
— Pues del Señor. Del Señor Jesucristo.
— No seas blasfema, Gloria.
— Yo no sé qué será una blasfemia Pastor. Pero me suena a que usted me está diciendo embustera. Y eso si no se lo voy a permitir a nadie. Porque yo era señorita. Oyó bien Pastor. Señorita, hasta que el Señor decidió hacerme suya. ¿Y ahora que voy a tener un hijo de él, entonces resulta que no se puede? ¿Por qué soy negra? No, señor. Yo no me dejo irrespetar. Y a mí nadie me va a decir embustera.
Ahora no sé qué hacer.
Creo que me tocará volver a la fonda de Billy. En fin de cuentas el hijo de Dios siempre ha nacido en los sitios más humildes. Daré a luz en Benson, condado de Hamilton.
JULIANA VILLATE QUEVEDO, narradora colombiana nacida el 1° de Enero 1968 en Bogotá, actualmente reside en Cali. De profesión médico psiquiatra. Ha realizado talleres de escritura con Pedro Barran, Harold Kremer, Julio Cesar Llondoño, en la Casa de Lectura de Cali.
Analecta Literaria
Revista de Letras, Ideas, Artes y Ciencias.
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