1/8/16

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Ricardo González Aguirre



El Pacto*
© 2016 Punto de Partida para Analecta Literaria

Antes del sábado en que pasó lo del cine, yo a Darío lo llamaba  Tuerto como todos los demás. Esmirriado, patadura y, encima con ese problema en el ojo. Era al que le podíamos tirar un caño cuando jugábamos al loco y al que le hacíamos pie cuando se  nos iba la pelota a la terraza del fondo (aunque después nadie lo ayudaba a bajar.)

El sábado que digo ya estábamos aburridos de jugar a la tapadita en el patio del fondo del club cuando Molina llegó con la noticia.

—En el cine de la vuelta de casa dan El Corsario Negro. Me dijeron que hay partes que te tenés que tapar los ojos. ¿Vamos?

Juntamos las figuritas,  le pedimos plata a nuestros viejos y nos fuimos.  

Cuando llegamos la sala estaba casi completa, nos tuvimos que ubicar bien adelante. El Tuerto se sentó al lado mío. Justo cuando se apagó la luz escuchamos  gritos. Un grupo de pibes que entraron corriendo. Eran más grandes que nosotros. Se sentaron  dos filas más adelante  y ahí nomás empezaron a pegarse entre ellos y a tirarse cosas.

—¿Por qué no se callarán estos hincha bolas? —dijo Molina.

Vino el acomodador, se paró en mitad de la sala,  iluminaba para todos lados con la linterna. 

—Basta, acá se hace silencio o los echo a patadas —dijo. 

Nos alegramos porque los pibes se callaron de inmediato, pero cuando el acomodador apagó la linterna y se fue empezaron a tirar cosas para atrás. A mi me cayó una bola de miga  gigante. Al rato, cuando la película ya había empezado, uno de ellos se levantó y tiró algo contra la pantalla. Hizo un ruido seco. Una piedra, pensé. 

Se prendieron las luces. Vimos la pantalla manchada de amarillo justo en la cabeza del Corsario que estaba subiendo un mástil.  Todos nos reíamos sin poder parar. No había sido una piedra; fue un huevo.

Esta vez el acomodador  apareció con el boletero.

—¿Quién carajo fue? —preguntó.

Los dos hombres estaban parados en nuestra fila. El  acomodador empuñaba la linterna como si fuera la daga plateada del Corsario Negro. Nosotros mirábamos fijo a la pantalla. Yo podía ver que los pibes de adelante,  se codeaban, seguramente se  aguantaban la risa. 

—¿Quién fue? —repitió el boletero—, me dicen quién fue o los mando en cana a todos. 

El silencio era difícil de soportar, no volaba una mosca. Entonces Molina hizo algo que nadie esperaba: 

—Fue ese —dijo, señalando al más alto de ellos. 

Cuando se paró, lo vi gigante, mucho más grande de lo que me había imaginado; me pareció más temible que el pirata más sanguinario. El boletero y el acomodador lo sacaron  a los empujones. Un hombre limpió la pantalla y la función se reanudó. 

Molina y los demás miraban la película como si no hubiera pasado nada, pero yo sabía que la cosa no iba a quedar así. Cada tanto, los de adelante nos fichaban  y después se decían algo entre ellos. Hasta que en algún momento, el grandote que habían echado  volvió. Se paró en nuestra fila  y  nos dijo: 

—De acá no salen —se pasó la mano como un cuchillo por el cuello. Después, se fue a sentar con los otros. 

Nos miramos, sabíamos que algo teníamos que hacer. En unos segundos, como en un teléfono roto, nos pasamos el plan. Cuando ellos no miraran,  nos iríamos de a uno. Molina  y los demás aprovecharon la escena en que los piratas estaban a punto de tirar a un marinero a los tiburones.  Mientras los tiburones daban vueltas alrededor del marinero que ahora estaba en el agua, yo los miraba a ellos para controlar que no se avivaran. La escena los mantenía atentos en la pantalla, ninguno de ellos se  daba vuelta, nadie hablaba. Cuando me quise dar cuenta, me  había quedado solo. En ese momento el grandote se dio vuelta. Un segundo después lo tenía al lado mío.

—¿Dónde está ese buchón? —susurró.

—Decinos dónde se fue el buchón con tus amigos o te cagamos a trompadas a vos —dijo otro. 

El grandote me agarró de la remera y me hizo mirarlo a los ojos. Me di cuenta de que si no hablaba, la iba a pasar mal.

—Para el club —dije. 

—¿Qué club? —preguntó, tiró más de la remera y puso su cara a unos centímetros de la mía.

—Ferro —susurré—, se fueron para Ferro. 

Salieron corriendo. El último se volvió hacia mi.

—Mejor que sea verdad —me dijo. 

Me quedé sentado, todavía temblando, el pulso acelerado, los ojos humedecidos. De pronto, una sombra salió de  abajo de las butacas. Era El Tuerto.  Me mantenía la mirada, pero no decía una palabra. Lo agarré de un brazo y  le dije:

—Vos no escuchaste nada. 

Esperamos un rato y salimos del cine. Mientras caminábamos para el club, El Tuerto no me perdía pisada. Caminaba tan pegado a mí que varias veces nos tropezamos. Yo lo miraba, y cada tanto le repetía: “vos, mudo” Ni bien llegamos, nos enteramos. Antes de que los nuestros entraran al club, los otros los habían cagado a trompadas a todos. Molina terminó con un ojo negro y la nariz sangrante. Nos  sentamos en el piso del patio del fondo formando un círculo. Cada uno contaba lo que le había pasado antes de llegar al club. 

—Nos deben haber seguido ni bien salimos del cine —dijo alguno.

—Qué le vamos a decir a los viejos —preguntó Molina— no nos van a dejar ir más al cine.

—¿Al cine? Yo no salgo más del club, a ver si nos vuelven a cagar a trompadas —dijo otro. 

Yo, cada tanto, lo miraba al Tuerto que no me sacaba la vista de encima. De pronto me pareció que iba a decir algo. Antes de que pudiera pararlo, me señaló. 

—Yo me salvé gracias a él —dijo—, me hizo esconder debajo de una butaca y después me vino a buscar.

Todos me felicitaron. El que estaba sentado al lado mío, me palmeó la espalda. 

Desde ese día el Tuerto me sigue a todos lados; cuando Molina y yo vamos a hacer el pan y queso para formar los equipos,  él simplemente me clava la mirada. Pan, queso, pan, queso, pan… Es mi turno, quiero que me trague la tierra. Porque entre las caras de los que esperan ser elegidos, esta la de él, que me mantiene  esa mirada fría y sucia. No tengo más remedio.

—Darío —digo, que es como lo llamo ahora. 



* El relato «El pacto» pertenece a Vida de club (2016) el primer libro de cuentos de Ricardo González Aguirre, publicado por Ediciones La Parte Maldita. Agradecemos a los editores la autorización para publicar este cuento a modo de adelanto del libro en Punto de Partida. © 2016 del autor y Ediciones La Parte Maldita.




RICARDO GONZÁLEZ AGUIRRE, nació en Buenos Aires, en 1958. Fue profesor de tenis, pero se recibió de arquitecto y hasta hoy está ligado al diseño de obras de arquitectura, muebles y objetos.  Empezó a escribir ficción en el taller de escritura de Liliana Heker. En la cocina de su taller cobraron forma la mayoría de los cuentos de este libro. Años más tarde formó parte del taller de narrativa de Claudia Piñeiro y actualmente participa del taller de Inés Garland, donde escribe apasionadamente su segundo libro: Familia de bien.  

Analecta Literaria

Revista de Letras, Ideas, Artes y Ciencias.

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